viernes, 29 de mayo de 2020

De fondo suena siempre Whitney Houston - Pola Gómez Codina





Leo mientras la voz de Whitney Houston aparece detrás de los poemas y se suma como otro instrumento a una canción. La música me colma, y de pronto, tengo el susurro de versos que se montan a las notas de un saxo que me cantan: “un taladro que rota/en el vacío”, un poco de lenguaje que trastoca el vacío como I will always love you transformaba por completo una fiesta de quince en los 90'.

Entro entonces hacia ese gran silencio de salón de fiesta sin música y avanzo y me muevo de a poco con unos pasos de baile. Si me apuro, si olvido llenarme la boca con el poema, leo: “Hay personas que hablan demasiado” y me calmo inmediatamente en las estelas de esas palabras talladas, finísimas, que me recuerdan por qué se llaman lentos esos bailes.

En De fondo suena siempre Whitney Houston (Salta el Pez Ediciones) también aparecen, como en un gran festival, Janis Joplin, Silvio Rodríguez, Luis Miguel y los Guns N' Roses. Y es un gran festival por la pluralidad y la diferencia de esos cantos que recolecta. Basta observar sino el poema “Guarania”. Todas esas voces de una generación guardadas en una caja de musical, llena de ecos y de cruces de un pasado que apenas se fue y que es posible encontrar para bailar un poco. La voz, colmada de voces. La voz como el momento de escucha donde se hace el encuentro: no para ir lejos, para ir cerca.



Selección de poemas


¿En qué puedo ayudarla?

anoche
manejé sin los lentes, cansada
dolorida
hasta una farmacia
de guardia y había un pibe
delgado como un hilo
con las manos finísimas y unos ojos de pájaro
salvaje enredado en su delantal
ridículo
como tu traje de repositor
cuando te conocí
y los ojos abiertos surcándole
los bordes de las sienes
igual
con la nariz de águila igual
y también
era tímido

No desaparecen las plazas en invierno                             
                                                     A Tamara, que habla poesía.

Ella me dijo vamos a la plaza  
yo dije que era el día más frío
en veinticinco años
que lo decía el pronóstico que lo decía 
la meteoróloga pero ella
me arrojó su lanza tibia

-no desaparecen las plazas en invierno 

y la frase, cortante entre los muebles
se me instaló en los treinta
años del cuerpo
y pensé en la plaza del cañón en Lomas
del Mirador
había una calesita 
estilo parisino con luces había flores
pequeñas que se abrían de noche
la casa de mi tía con un pasillo al fondo
y la casa
de la pobre Hermelinda
con sus paredes húmedas cayendo
sobre los guisos dulces
y la nieve de julio en 2007
sobre Mosconi sobre el hombre
muy alto que yo quise
hasta cubrirlo
hasta volverlo plaza
nevada

Pitonisa

La mujer de la feria dijo que la melisa 
no arroja sus aromas si no está 
enojada

tiene unas manos duras 
callosas  
y entremezcla los dedos  
en los tallos con la violencia exacta 
hasta hacer despuntar
el olor fresco  

Me dice que si tengo
alguna planta mala
se la traiga

Envuelvo la begonia aletargada 
la llevo hasta la feria como quien lleva niños
enfermos, o calandrias
heridas

Ella entonces desprende la maceta 
de la tierra y me mira
con cierta compasión

La planta está sufriendo 
porque tiene gusanos
en las raíces
señora


Ceremonias

I
Alquilamos salones con máquinas de humo
y si eso no se puede entonces una
sociedad de fomento
recibimos tarjetas, compramos
el vestido el esmoquin
los tiradores aros con strass
resucitamos cada aniversario
una mitología
hecha de mazapán y vino tinto
somos insectos dulces
nadando en la bañera

de fondo suena siempre
Whitney Houston
and i
will always love you
my darling you

II

Voy, maquillada como una muñeca
al casamiento de una prima
llevo un escote corazón, los tacos
son esquirlas que se hunden en el pasto
el cura
está en camino
lo imagino bajando de un helicóptero
como el dios de su máquina
sotana al viento
con la mitra y el báculo
y pienso en Sor
Juana, en María Magdalena, en mi prima
debajo de los kilos de tela
del vestido
es el cuerpo de dios
es tu sangre y mi sangre
dice su santidad
yo permanezco
sentada o lanzo arroces
con mis manos esmalte ónix calcio
en la pista de baile
desenrosco
mi empatía como una madreselva
que envuelve hasta cubrirme las ideas
y me dejo
menear

un taladro que rota
en el vacío

III

Por suerte hay un momento de la fiesta
en que puedo decir tengo que irme
me encantaría quedarme pero
tengo que irme
y sonreír
como si me alegrara alguna cosa
mucho
cuando llego me saco los zapatos 
pongo una pava al fuego
asisto al rito
del vapor del silencio
del té negro
y arrojo
sal marina en el fondo
de mi balsa dejo correr las ondas
me sumerjo
aguaviva
aguas arriba

Un poco de amor francés
                                                                       
Hay personas que hablan demasiado
dijo mientras
enroscaba una lámpara que había instalado en mi
habitación un hilo de sudor
caía por la delgada
espalda

amasó panes
(parecían nubes)

y yo pensé: podría acostumbrarme
a este tipo
de cosas


Pola Gómez Codina (Argentina, Ramos Mejía, 1982). Es profesora de Castellano, Literatura y Latín por el Joaquín V. González y especialista en Literatura y Lenguajes Audiovisuales por el IES Mariano Acosta. Se formó también en los talleres de escritura de los poetas Osvaldo Bossi y Florencia Fragasso. Actualmente cursa una Maestría en Escritura Creativa en la UNTREF. Integra el colectivo de poetas Máspoesía, cuyo objetivo es difundir poesía contemporánea. Ha sido antologada en la plaqueta Ellas por ellas (Clara Beter Ediciones, Argentina, 2019) y en el libro Sayana: voces del agua (Sombragrís, Ecuador, 2019). Este año publicará su primer libro, De fondo suena siempre Whitney Houston, por la editorial Salta el pez.



martes, 19 de mayo de 2020

Nuestra sombra volcada en el río - Washington Atencio




“Una inestabilidad es el afecto y sin embargo se vive como fortaleza”, escribe Franco Rivero en la contratapa de Nuestra sombra volcada en el río (Agua Viva, 2020) de Washington Atencio. De un modo parecido, Oscar Wilde escribe que la ternura es lo que da la fuerza. Es casi lo mismo: el corazón es un objeto de donación que se cae al piso, y a veces, alguien tiene la delicadeza de levantarlo, pasarle un trapito húmedo, tal vez de apoyarlo en su mesita de luz. En el mejor de los casos, el corazón se cae al agua.

“Tiemblo ante el reflejo de la sombra.” Dice el poema “Crecida”, y se enfrenta contra el miedo de un sujeto enamorado que no deja de ver sombras, remolinos oscuros donde el amado se evapora y se desvanece. ¿Pero a qué le teme más el deseo? ¿A la desaparición de esa boca añorada del otrx o a la destrucción del propio deseo que se pierde como Narciso en el reflejo del río? Un poco les teme a ambas. Nada mejor entonces que los poemas para albergar una voz que, verso tras verso, inaugura, abre:

Dibujo enredaderas en tu cuello
y mi respiración abre
todas las flores…

El río como evidencia constante del movimiento que atraviesa a los poemas, y no como un devenir desolador. Un río que se agita y hace un llamado de urgencia para que los cuerpos se toquen:

Deseo ser esqueleto, sostenerte
en pie frente al derrumbe
pero soy piel
carne
tendón apenas.

Y destaco en la torpe fineza de la negrita el movimiento de río que moja estos poemas: deseo, pero esto, deseo, pero tal cosa, deseo y tal. Ese es un poco el lenguaje del enamorado, infinito, pero insuficiente. Y creo que Washington es muy consciente de eso, que poema tras poema deja una semillita y ya se va para la otra página como si no lo viéramos, todo el tiempo empezando:

Mis dedos sepultan el deseo
en tierra que arde
colorada

Siembra y siembra la tierra esperando que un poco de ese río se haga lluvia, pero si no hay lluvia y si no hay nada, porque esto puede pasar, la voz del enamorado no corre ningún riesgo. Mira para arriba y dice:

Mi boca aletea tormentas
pronuncia cielo
y calla.

Roland Barthes lo dijo muy claramente: la angustia de la pérdida del sujeto amado se da desde el origen del amor. Inexorable como un río, y abismado, repite para sí: “No estés más angustiado, ya lo has perdido”. Pero estos poemas reconocen el temor del reflejo y vieron en ese espejismo que todo puede fácilmente trocarse en otra cosa mediante el lenguaje, y que una cosa vacía puede llenarse de emoción. Frente a la inminencia de la pérdida entonces, que se regodeen otrxs.

Agarro este libro precioso rosado que es Nuestra sombra volcada en el río (Agua Viva,2020) y navego como si hundiera mis manos en talismanes, como si tocara la aspereza de pequeños focos apagados que apenas con mi mirada se encienden en un rojo oscuro fogoso de un río que me lleva y me atraviesa y me habla.

Selección de poemas



Ciclo

Dibujo enredaderas en tu cuello
y mi respiración abre
todas las flores. Palpito
la siesta de higueras y naranjos.
Acaricio hasta el rayo que se acuesta
en tu torso
perdido entre fardos.

Anido tu hombro
gorrión apenas.
Me disuelve el horizonte
la noche desgaja mi canto.

Olvido el hambre,
vuelvo a nacer en el trigo
que brota
cuando cerrás los ojos.


Anidar

Tu respiración empieza
en la punta de mis dedos.

Inicio un viaje por tus vértebras,
ruta ondulada bajo mis yemas.

El sol se siembra en tu espalda,
campo a la tardecita
donde quiero germinar.

Deseo ser esqueleto, sostenerte
en pie frente al derrumbe
pero soy piel
carne
tendón apenas.

Tu cabeza se inclina hacia atrás
como buscando.
Cabe en el hueco de mi mano.


Límite

El filo
más peligroso:
la sombra de un cuerpo.


Lava

Mis dedos sepultan el deseo
en tierra que arde
colorada.

Sentado entre piedras
a medio quemar, desciendo
lento
con el suelo
que se hunde.

Palabra que cae

Beso
el árbol y la tierra
que tus pies besaron
antes.

Tendón y raíz
ceden
se elevan.

Tu vuelo se encrespa
se funde en el aire
lo anida.

Mi boca aletea tormentas
pronuncia cielo
y calla.


El despertar

En una jaula de barrio
sueña un pájaro.

Agita el corazón dormido,
espera en silencio.

Aún desconoce nuestro poder.



Washington Atencio (Entre Ríos, 1986) es profesor de Lengua y Literatura. Reside en Paraná y da clases en los niveles secundario, terciario y universitario. En 2019 publicó Una hoguera de jazmines (Camalote) y fue parte de la colección Tres Poemas (Ediciones Arroyo). Algunos de sus textos han recibido premios y menciones. Gestiona la librería Jacarandá y coorganiza el ciclo de poesía Río Abajo. En febrero de 2020 publicó Nuestra sombra volcada en el río (Agua Viva).

viernes, 8 de mayo de 2020

Los efectos - Sergio Frugoni



Los efectos (Qeja Ediciones, 2019) es un libro escrito por un mago o por un escapista. ¿Y qué comparten un mago y un escapista? Ninguno quiere que se conozcan las causas que originan sus acciones. La narración de Los efectos juega con una borradura de la causalidad, hecho que nos lleva a preguntarnos desde la lectura: ¿cómo llegamos acá? Borges dice que construir una trama es establecer algún tipo de motivación y esconder algunas causas. Está bien, pero esto no es suficiente, porque no solo que las causas escondidas en estos cuentos no son “algunas” sino bastantes: ahí radica el efecto, los efectos.

Los finales de los cuentos siguen esta misma lógica del escapismo. ¿Cómo finaliza los cuentos Frugoni? Llega al auge, hacia la última palabra que pide a gritos una explicación, y se va. La escritura de Los efectos copia el gesto seductor del ladrón que roba una joya importante y tiene que escapar. Pero el problema del ladrón es mucho más complejo: tiene que tener un cómplice que lo ayude, algún vehículo rápido para desaparecer, tal vez alguna ruta planificada de antemano. Y acá es donde la escritura, por suerte, nos gana. Porque Frugoni, como el ladrón, también tiene un plan de escape, pero uno que lo hace salir indemne: finalizar el cuento, dejar que el lector lidie como pueda con el blanco restante. ¿Y ahora? Está el enojo o el placer frente al vacío, ¿pero existen los lectores -los buenos lectores- que no estén siguiendo el cuento exclusivamente por esa búsqueda del placer? Estamos frente al hecho estético, eso que Borges llama como la inminencia de la revelación de algo que no sucede. Y esto no solo lo logra por ese desaparecer a tiempo, esa tarea del mago que guarda el conejo en la galera, sino también por un lenguaje poético que funciona como una iluminación casi religiosa, como diría Juan L. Ortiz.

¿Y cómo finaliza el último cuento de Los efectos? Atención: spoiler no tan spoiler. Termina con la desnudez frente al mar, casi como el primer cuento del libro, ese que deja a una tripulación en altamar absorta frente a una luz fuera de este mundo.

Spinoza dice que conocer las causas de nuestras emociones le evita dolor al alma. Frugoni se ríe de esto, porque no solo ignora la causa, sino que no le importa en lo más mínimo eso, porque su tarea es otra: el efecto. La escritura de este libro tiene un proceso inverso de alterar esa lógica y limpiar por completo el sentido para crear un nuevo sentido. Al lector solo llegan efectos, luces, misterios, resultados de esa causa primera desconocida. No es precisamente un mostrar y un esconder, no: es un ejercicio de adaptación para llegar a esos mundos, que comienzan sin causa y terminan en su cima mostrando el efecto: lo estético.

Y la sed de Los efectos busca siempre el mar: ese terreno casi infinito hacia donde huye siempre el sentido y en donde encuentra su libertad, esa “vocación del escape” que nunca revela las causas por las que hace las cosas. Y es por eso que hay placer, porque la sed es provisoria pero también infinita. Entonces la sed, el deseo, se vuelve finalmente, real.


 ***
Dejamos un cuento para que lean.

Pájaro muerto sobre el capot

La luz del foquito late en el hall rodeada por una nube de insectos; aventurados a la zona luminosa que los atrae como un imán incandescente, dan suaves giros sin rumbo.
Más allá del cono de luz, el patio es un conjunto borroneado. El güembé enorme, crecido, casi roza el costado del cuerpo de Villar, que fuma sentando en un sillón de mimbre. Oscuro. Yo lo miro desde adentro, pegado al ventilador. Llamarlo Villar siempre fue una costumbre y una necesidad. “Viejo”, “papá”, o el ampuloso “padre” sería una exageración inadecuada para la relación que tenemos. Llegué hace dos horas y ya estoy arrepentido de gastar el fin de semana largo en una visita que, en el mejor de los casos, puede terminar en una charla seca de despedida. En lo peor, no quiero pensar.

El humo dando vueltas como la aureola de un santo sobre mi cabeza. El patio cerrado y allá atrás el hijo. La pitada profunda, enroscada como una víbora en los pulmones.

Tendría ocho o nueve años. Me desperté por el calor, el mismo que hace hoy, tantos años después. El calor de la provincia no amaina nunca en verano pero cuando uno es chico se parece más a una aventura, a la posibilidad de no dormir, de salir a la calle de noche. El calor en la provincia es la siesta cuando duermen los adultos o la noche con la ventana abierta. La promesa de salir un rato de la mirada de los adultos. En el garage, Villar guardaba la chata. Un rastrojero verde comprado con la plata de la jubilación anticipada por discapacidad. Siempre tuvo buena relación con el gremio y eso había ayudado en los trámites. Era así siempre, con el calor se me daba por andar en la casa como un sonámbulo, por el patio, por el garage.

No hay que hablar. Hablar confunde todo. Mejor llegar al final en silencio. Ya dije lo que tenía que decir toda mi vida. Y lo que dije a nadie le importa. A nadie. Ni a mi hijo ni a mí.

El ruido intermitente me llamó la atención cuando pasé por la cocina. Un crujido como de ramas rotas. Entré despacio al garage, con miedo. Era mi aventura, la que había estado esperando, la que la noche prometía. La aventura definitiva. El miedo se fue, no tenía lugar, no me merecía. Pude haber prendido la luz pero no quise. Fui hasta el cajón de la cocina y manoteé la linterna y un tramontina, por si acaso. El ruido seguía filoso e interrumpido. Era un golpeteo de manos, un aleteo. Enfoqué la linterna y ahí estaba: un pájaro muerto sobre la chata. Imposibilitado de volar daba pequeños saltitos sobre el capot. Las alas rebotaban sobre la chapa como el saludo de un muerto adentro de un ataúd.

Mejor no. El final. No. Hablar.

El corazón acelerado del pájaro entre mis manos. El cuerpo tibio, liso y áspero al mismo tiempo. La vocación de escape. El poder de impedirlo. Villar prendió la luz a los gritos. Casi suelto el pájaro del susto. La puteada vino directa, peor que un sopapo. Qué hacés con ese pájaro de mierda arriba de mi chata, me gritó. Está lastimado, le dije. Amagó a sacármelo de las manos y le esquivé el manotazo. Ese pájaro está medio muerto, pelotudo. Después, la invitación dicha con un tono falsamente paternal, simulando la voz con la que se adiestra a una cría, a un cachorro. Lo mejor para que no sufra es que lo termines. Yo te enseño: un corte rápido en el cuello. Me cubrió la mano con la suya -no me acuerdo de otro momento tan profundo de intimidad con él- y la fue guiando hasta la cabeza del pájaro. No me di cuenta del corte, solo de la sangre tibia sobre mi dedo. Y algo acelerado que caía.


 ***

Sergio Frugoni nació en Tandil en 1973. Es profesor en Letras y Magister en Escritura Creativa. Se dedica a la enseñanza y la investigación en la UNLP y la UNSAM. Coordina talleres de escritura en contextos de encierro. Ha publicado relatos breves y poesías en distintos medios. Es autor de Imaginación y escritura y artículos sobre la enseñanza de la literatura.

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