Los efectos (Qeja
Ediciones, 2019) es un libro
escrito por un mago o por un escapista. ¿Y qué comparten un mago y un
escapista? Ninguno quiere que se conozcan las causas que originan sus acciones.
La narración de Los efectos juega con
una borradura de la causalidad, hecho que nos lleva a preguntarnos desde la
lectura: ¿cómo llegamos acá? Borges dice que construir una trama es
establecer algún tipo de motivación y esconder algunas causas. Está bien, pero esto
no es suficiente, porque no solo que las causas escondidas en estos cuentos no
son “algunas” sino bastantes: ahí radica el efecto, los efectos.
Los finales de
los cuentos siguen esta misma lógica del escapismo. ¿Cómo finaliza los cuentos
Frugoni? Llega al auge, hacia la última palabra que pide a gritos una
explicación, y se va. La escritura de Los
efectos copia el gesto seductor del ladrón que roba una joya importante y
tiene que escapar. Pero el problema del ladrón es mucho más complejo: tiene que
tener un cómplice que lo ayude, algún vehículo rápido para desaparecer, tal vez
alguna ruta planificada de antemano. Y acá es donde la escritura, por suerte,
nos gana. Porque Frugoni, como el ladrón, también tiene un plan de escape, pero
uno que lo hace salir indemne: finalizar el cuento, dejar que el lector lidie
como pueda con el blanco restante. ¿Y ahora? Está el enojo o el placer frente
al vacío, ¿pero existen los lectores -los buenos lectores- que no estén siguiendo
el cuento exclusivamente por esa búsqueda del placer? Estamos frente al hecho
estético, eso que Borges llama como la inminencia de la revelación de algo que
no sucede. Y esto no solo lo logra por ese desaparecer a tiempo, esa tarea del
mago que guarda el conejo en la galera, sino también por un lenguaje poético que
funciona como una iluminación casi religiosa, como diría Juan L. Ortiz.
¿Y cómo
finaliza el último cuento de Los efectos?
Atención: spoiler no tan spoiler. Termina con la desnudez frente al mar, casi
como el primer cuento del libro, ese que deja a una tripulación en altamar
absorta frente a una luz fuera de este mundo.
Spinoza dice
que conocer las causas de nuestras emociones le evita dolor al alma. Frugoni se
ríe de esto, porque no solo ignora la causa, sino que no le importa en lo más
mínimo eso, porque su tarea es otra: el efecto. La escritura de este libro
tiene un proceso inverso de alterar esa lógica y limpiar por completo el
sentido para crear un nuevo sentido. Al lector solo llegan efectos, luces,
misterios, resultados de esa causa primera desconocida. No es precisamente un
mostrar y un esconder, no: es un ejercicio de adaptación para llegar a esos
mundos, que comienzan sin causa y terminan en su cima mostrando el efecto: lo
estético.
Y la sed de Los efectos busca siempre el mar: ese
terreno casi infinito hacia donde huye siempre el sentido y en donde encuentra
su libertad, esa “vocación del escape” que nunca revela las causas por las que
hace las cosas. Y es por eso que hay placer, porque la sed es provisoria pero
también infinita. Entonces la sed, el deseo, se vuelve finalmente, real.
***
Dejamos un
cuento para que lean.
Pájaro muerto
sobre el capot
La luz del foquito late en el hall rodeada por una
nube de insectos; aventurados a la zona luminosa que los atrae como un imán incandescente,
dan suaves giros sin rumbo.
Más allá del cono de luz, el patio es un conjunto
borroneado. El güembé enorme, crecido, casi roza el costado del cuerpo de
Villar, que fuma sentando en un sillón de mimbre. Oscuro. Yo lo miro desde
adentro, pegado al ventilador. Llamarlo Villar siempre fue una costumbre y una
necesidad. “Viejo”, “papá”, o el ampuloso “padre” sería una exageración inadecuada
para la relación que tenemos. Llegué hace dos horas y ya estoy arrepentido de
gastar el fin de semana largo en una visita que, en el mejor de los casos,
puede terminar en una charla seca de despedida. En lo peor, no quiero pensar.
El humo dando vueltas como la aureola de un santo
sobre mi cabeza. El patio cerrado y allá atrás el hijo. La pitada profunda,
enroscada como una víbora en los pulmones.
Tendría ocho o nueve años. Me desperté por el calor,
el mismo que hace hoy, tantos años después. El calor de la provincia no amaina
nunca en verano pero cuando uno es chico se parece más a una aventura, a la
posibilidad de no dormir, de salir a la calle de noche. El calor en la
provincia es la siesta cuando duermen los adultos o la noche con la ventana
abierta. La promesa de salir un rato de la mirada de los adultos. En el garage,
Villar guardaba la chata. Un rastrojero verde comprado con la plata de la jubilación
anticipada por discapacidad. Siempre tuvo buena relación con el gremio y eso
había ayudado en los trámites. Era así siempre, con el calor se me daba por
andar en la casa como un sonámbulo, por el patio, por el garage.
No hay que hablar. Hablar confunde todo. Mejor llegar
al final en silencio. Ya dije lo que tenía que decir toda mi vida. Y lo que
dije a nadie le importa. A nadie. Ni a mi hijo ni a mí.
El ruido intermitente me llamó la atención cuando pasé
por la cocina. Un crujido como de ramas rotas. Entré despacio al garage, con
miedo. Era mi aventura, la que había estado esperando, la que la noche
prometía. La aventura definitiva. El miedo se fue, no tenía lugar, no me
merecía. Pude haber prendido la luz pero no quise. Fui hasta el cajón de la cocina
y manoteé la linterna y un tramontina, por si acaso. El ruido seguía filoso e
interrumpido. Era un golpeteo de manos, un aleteo. Enfoqué la linterna y ahí
estaba: un pájaro muerto sobre la chata. Imposibilitado de volar daba pequeños
saltitos sobre el capot. Las alas rebotaban sobre la chapa como el saludo de un
muerto adentro de un ataúd.
Mejor no. El
final. No. Hablar.
El corazón
acelerado del pájaro entre mis manos. El cuerpo tibio, liso y áspero al mismo
tiempo. La vocación de escape. El poder de impedirlo. Villar prendió la luz a
los gritos. Casi suelto el pájaro del susto. La puteada vino directa, peor que
un sopapo. Qué hacés con ese pájaro de mierda arriba de mi chata, me gritó.
Está lastimado, le dije. Amagó a sacármelo de las manos y le esquivé el
manotazo. Ese pájaro está medio muerto, pelotudo. Después, la invitación dicha
con un tono falsamente paternal, simulando la voz con la que se adiestra a una
cría, a un cachorro. Lo mejor para que no sufra es que lo termines. Yo te
enseño: un corte rápido en el cuello. Me cubrió la mano con la suya -no me
acuerdo de otro momento tan profundo de intimidad con él- y la fue guiando
hasta la cabeza del pájaro. No me di cuenta del corte, solo de la sangre tibia
sobre mi dedo. Y algo acelerado que caía.
***
Sergio Frugoni nació en Tandil en 1973. Es profesor en Letras y Magister en Escritura Creativa. Se dedica a la enseñanza y la investigación en la UNLP y la UNSAM. Coordina talleres de escritura en contextos de encierro. Ha publicado relatos breves y poesías en distintos medios. Es autor de Imaginación y escritura y artículos sobre la enseñanza de la literatura.
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