No me gusta
empezar a hablar de un texto desde una anécdota personal, pero acá voy a hacer
una merecida excepción. La cosa es que leí Ejemplares únicos (Bajo La
Luna, 2019) en uno o dos días, y lo digo no como un mérito de lector orgulloso,
sino como una sorpresa, como algo muy grato. Incluso le dije a Patricio que
había detenido la lectura para que no se acabe tan rápidamente. Pero qué
pavada, ¿no? Retener lo efímero, ¿y para qué? Retomo esto que me
pasó porque durante la lectura me encontré con un placer genuino, un goce parecido
al de las primeras lecturas de la infancia, esas que están alejadas del canon, de la academia, de
la buena y la mala literatura. Ese goce tan propio de la lectura
que me hizo acordar a Verne, a las Crónicas marcianas de Bradbury, a Tintín.
Para quien no
conozca el libro, podemos decir que Ejemplares únicos reúne una serie de
relatos de un librero encontrándose con los lectores, los libros usados y esos personajes
que nadie pensaría que ayudan a una librería a seguir en pie. Eso es lo único
que voy a decir sobre lo que sucede en el libro, o lo que sucede a grandes
rasgos, porque el hallazgo está en otro lado: en una voz de un librero que
escribe no para hacer listas de lecturas obligatorias ni para dar un soliloquio
pesaroso de la vida del librero. Desde un primer momento, ingresamos en un tono
que puede deslizarse sin ningún problema para hablar tanto de la Metafísica de
Aristóteles como también comentar la manera en que un conocido suyo traficaba
droga desde el Brasil vendiendo pedazos de papel bañados en ácido. Es en ese tono que
este librero se va construyendo como el librero simpático, inteligente pero no
ingenuo. Para nada ingenuo. Es un librero que vende barato libros difíciles de
conseguir, cosa que sabe, pero que tampoco es un romántico de otro siglo.
Quiero decir, reconoce esa doble dimensión del libro como mercancía y motor
espiritual. Es un tipo que sabe que tiene que llegar a fin de mes pero que no
está dispuesto a hacerlo a toda costa. Algo así como una ética del librero. Una
ética que ve necesaria una gran humildad, porque sabe de literatura
pero no está todo el tiempo diciéndolo, marcándolo. Esa cosa que se aprende en
la academia, pero de manera negativa: el que más habla, menos entiende de lo
que habla.
Como dije
antes, el libro es un conjunto de relatos que pueden o no haber sucedido. Pero
no cabe duda de que hay una mirada testimonial que atraviesa los textos, o que
incluso puede fundarlos. Yo me pregunto hasta dónde importa que haya pasado o
no, que efectivamente Patricio haya conocido o no a la amante de Heidegger. ¿Es
eso lo verdaderamente placentero de Ejemplares únicos? No voy a decir
que no, porque es cierto, despierta un gran interés para seguir leyendo a ver
qué pasa, pero reformulo la pregunta: ¿quién quisiera escuchar las anécdotas de
un librero pedante, que no para de citar a Joyce, que mide el capital cultural
de sus clientes para venderle tal o cual libro? Yo creo que a nadie, o quisiera
creer.
Entonces creo que es en ese espacio compartido entre el librero y el lector que aparece el goce. Y aparece no por un acto de magia, sino por el despliegue de una voz, gentil y divertida, que trata de sobrellevar las violencias del mundo con lo que la lectura y el mundo de los libros puede darle -que no es poco- pero sin olvidar tampoco que los clientes de Aristipo son personas, subjetividades que aparecen y desaparecen en estos relatos como joyas encontradas.
En un momento, podemos leer tal cual esto: “Es que al final nunca sé si las cosas ocurrieron tal como las cuento. Es un problema que tengo desde chico.” Y claro, pedir que se atenga a la realidad tal cual es, ¿para qué? Que mienta un poco, exagere, nos haga reír, cosa que hace muy bien.
***
Tres mil polvos
Era la noche de año nuevo. Yo estaba sentado en
el jardincito del balneario del Hotel Ostende. Debían
ser las dos o tres de la mañana. Estaba borracho, obviamente.
El
hotel había organizado un festejo para sus inquilinos. Champagne libre.
De
pronto se me sentó un hombre mayor al lado. Nos pusimos a charlar y resultó ser
Abraham, el dueño.
Creo
que todo empezó porque yo elogié la biblioteca del hotel. Le dije que me había
sorprendido que tuvieran un libro en especial, un libro que no sólo era
imposible de conseguir, sino que, además, el escritor era muy poco conocido en
Argentina. El libro era El hijo del hijo pródigo de Soma Morgenstern, que fue
amigo y biógrafo de Joseph Roth.
Me
acuerdo, sí, de que charlamos un rato largo. Hablamos de literatura. Le hablé
de Roth, le debo haber dicho que es uno de los mejores escritores del siglo XX.
No
sé cómo llegamos ahí, pero en un momento dije:
–Hay
que elegir muy bien el próximo libro que se va a leer, porque no hay tiempo
para leer todo. Haga el cálculo –lo debo haber mirado–, si uno lee un libro por
semana, son cincuenta libros al año, y si uno lee desde los veinte hasta los
ochenta, son sesenta años, y cincuenta por sesenta nos da tres mil. No son
tantos libros.
Abraham
sonrió. Era un hombre con una presencia abrumadora. Un viejo patriarca. Tenía
aquella serena satisfacción de haber hecho algo importante en la vida y
saberlo.
–La
misma cantidad de polvos –dijo.
–¿Perdón?
–Que
es la misma cantidad de polvos que uno se puede echar en la vida –dijo–. La
cuenta es más o menos la misma. Tres mil. Si querés, aquellos polvos de la
adolescencia y la juventud se los podés restar a la vejez y ya está. Es más o
menos el mismo número.
Nos
reímos. Hice o hizo algún chiste, seguro.
No
recuerdo cómo terminó la charla. Creo que me levanté a buscar champagne y,
cuando volví, él ya no estaba.
Crucé
el salón y salí a la terraza que da a la playa.
Era
una noche hermosa. No hacía ni frío ni calor. El cielo lleno de estrellas, la
luna blanca, divina, partida justo a la mitad.
Bajé
a la playa y me senté en la arena a mirar el mar, fascinado con la revelación
que Abraham me acababa de hacer. Tres mil libros, tres mil polvos...
Hay
libros maravillosos, perfectos, únicos e irrepetibles, pensé, y otros no tanto,
medio flojos, incluso definitivamente malos; libros de los cuales esperabas
otra cosa y que te terminaron decepcionando, así como hay otros por los que no
dabas dos pesos y que al final te volaron la cabeza, igual que los polvos.
Libros y polvos hermosos, dulces, tiernos, para mimar, para querer, para
acariciar mucho; de esos que te embriagan con su aroma y su calorcito, que te
acunan, te
enamoran y que no podés dejar por nada del mundo.
Libros
y polvos también feroces, terribles, violentos, que te salvan la vida –o te la
destrozan– y que nunca vas a poder olvidar; libros y polvos que te
transfiguran, que no podés creer, y que en ese momento son todo.
Todo.
Yo
estaba ahí, con los pies desnudos sobre la arena húmeda, enumerando adjetivos
en mi cabeza como si fuera posible hablar de la intensidad de una sensación o
definir con precisión las formas a través de las cuales se manifiesta el amor.
Después
me levanté y volví al hotel. No podía más.
Al
final todo se trata siempre del amor.
Todo,
siempre.
***
Patricio Rago nació en 1982. Se formó como lector
en las librerías de calle Corrientes y en los puestos de Parque Centenario y
Rivadavia. Vivió en Roma, Berlín y Barcelona. Fue jugador de hockey profesional,
obrero metalúrgico y de la construcción, barman, pintor, cadete, jardinero,
repositor de supermercado, mozo, galerista, intérprete simultáneo y profesor de
inglés. Colaboró con varias revistas y publicó las novelas Una tumba en el
aire (Editorial Somnis, Barcelona, 2010), Silenzio (Edizioni Dalla
Costa, Bérgamo, 2014) y Ejemplares únicos (Bajo La Luna, Buenos Aires, 2019).
Es librero en Aristipo Libros, una pequeña libería de usados especializados en
literatura, filosofía y ciencias sociales.