miércoles, 16 de septiembre de 2020

Ejemplares únicos, Patricio Rago

 


No me gusta empezar a hablar de un texto desde una anécdota personal, pero acá voy a hacer una merecida excepción. La cosa es que leí Ejemplares únicos (Bajo La Luna, 2019) en uno o dos días, y lo digo no como un mérito de lector orgulloso, sino como una sorpresa, como algo muy grato. Incluso le dije a Patricio que había detenido la lectura para que no se acabe tan rápidamente. Pero qué pavada, ¿no? Retener lo efímero, ¿y para qué? Retomo esto que me pasó porque durante la lectura me encontré con un placer genuino, un goce parecido al de las primeras lecturas de la infancia, esas que están alejadas del canon, de la academia, de la buena y la mala literatura. Ese goce tan propio de la lectura que me hizo acordar a Verne, a las Crónicas marcianas de Bradbury, a Tintín.

Para quien no conozca el libro, podemos decir que Ejemplares únicos reúne una serie de relatos de un librero encontrándose con los lectores, los libros usados y esos personajes que nadie pensaría que ayudan a una librería a seguir en pie. Eso es lo único que voy a decir sobre lo que sucede en el libro, o lo que sucede a grandes rasgos, porque el hallazgo está en otro lado: en una voz de un librero que escribe no para hacer listas de lecturas obligatorias ni para dar un soliloquio pesaroso de la vida del librero. Desde un primer momento, ingresamos en un tono que puede deslizarse sin ningún problema para hablar tanto de la Metafísica de Aristóteles como también comentar la manera en que un conocido suyo traficaba droga desde el Brasil vendiendo pedazos de papel bañados en ácido. Es en ese tono que este librero se va construyendo como el librero simpático, inteligente pero no ingenuo. Para nada ingenuo. Es un librero que vende barato libros difíciles de conseguir, cosa que sabe, pero que tampoco es un romántico de otro siglo. Quiero decir, reconoce esa doble dimensión del libro como mercancía y motor espiritual. Es un tipo que sabe que tiene que llegar a fin de mes pero que no está dispuesto a hacerlo a toda costa. Algo así como una ética del librero. Una ética que ve necesaria una gran humildad, porque sabe de literatura pero no está todo el tiempo diciéndolo, marcándolo. Esa cosa que se aprende en la academia, pero de manera negativa: el que más habla, menos entiende de lo que habla.

Como dije antes, el libro es un conjunto de relatos que pueden o no haber sucedido. Pero no cabe duda de que hay una mirada testimonial que atraviesa los textos, o que incluso puede fundarlos. Yo me pregunto hasta dónde importa que haya pasado o no, que efectivamente Patricio haya conocido o no a la amante de Heidegger. ¿Es eso lo verdaderamente placentero de Ejemplares únicos? No voy a decir que no, porque es cierto, despierta un gran interés para seguir leyendo a ver qué pasa, pero reformulo la pregunta: ¿quién quisiera escuchar las anécdotas de un librero pedante, que no para de citar a Joyce, que mide el capital cultural de sus clientes para venderle tal o cual libro? Yo creo que a nadie, o quisiera creer.

Entonces creo que es en ese espacio compartido entre el librero y el lector que aparece el goce. Y aparece no por un acto de magia, sino por el despliegue de una voz, gentil y divertida, que trata de sobrellevar las violencias del mundo con lo que la lectura y el mundo de los libros puede darle -que no es poco- pero sin olvidar tampoco que los clientes de Aristipo son personas, subjetividades que aparecen y desaparecen en estos relatos como joyas encontradas. 

En un momento, podemos leer tal cual esto: “Es que al final nunca sé si las cosas ocurrieron tal como las cuento. Es un problema que tengo desde chico.” Y claro, pedir que se atenga a la realidad tal cual es, ¿para qué? Que mienta un poco, exagere, nos haga reír, cosa que hace muy bien.

***

 Tres mil polvos

 

Era la noche de año nuevo. Yo estaba sentado en el jardincito del balneario del Hotel Ostende.          Debían ser las dos o tres de la mañana. Estaba borracho, obviamente.

            El hotel había organizado un festejo para sus inquilinos. Champagne libre.

            De pronto se me sentó un hombre mayor al lado. Nos pusimos a charlar y resultó ser Abraham, el dueño.

            Creo que todo empezó porque yo elogié la biblioteca del hotel. Le dije que me había sorprendido que tuvieran un libro en especial, un libro que no sólo era imposible de conseguir, sino que, además, el escritor era muy poco conocido en Argentina. El libro era El hijo del hijo pródigo de Soma Morgenstern, que fue amigo y biógrafo de Joseph Roth.

            Me acuerdo, sí, de que charlamos un rato largo. Hablamos de literatura. Le hablé de Roth, le debo haber dicho que es uno de los mejores escritores del siglo XX.

            No sé cómo llegamos ahí, pero en un momento dije:

            –Hay que elegir muy bien el próximo libro que se va a leer, porque no hay tiempo para leer todo. Haga el cálculo –lo debo haber mirado–, si uno lee un libro por semana, son cincuenta libros al año, y si uno lee desde los veinte hasta los ochenta, son sesenta años, y cincuenta por sesenta nos da tres mil. No son tantos libros.

            Abraham sonrió. Era un hombre con una presencia abrumadora. Un viejo patriarca. Tenía aquella serena satisfacción de haber hecho algo importante en la vida y saberlo.

            –La misma cantidad de polvos –dijo.

            –¿Perdón?

            –Que es la misma cantidad de polvos que uno se puede echar en la vida –dijo–. La cuenta es más o menos la misma. Tres mil. Si querés, aquellos polvos de la adolescencia y la juventud se los podés restar a la vejez y ya está. Es más o menos el mismo número.

            Nos reímos. Hice o hizo algún chiste, seguro.

            No recuerdo cómo terminó la charla. Creo que me levanté a buscar champagne y, cuando volví, él ya no estaba.

            Crucé el salón y salí a la terraza que da a la playa.

            Era una noche hermosa. No hacía ni frío ni calor. El cielo lleno de estrellas, la luna blanca, divina, partida justo a la mitad.

            Bajé a la playa y me senté en la arena a mirar el mar, fascinado con la revelación que Abraham me acababa de hacer. Tres mil libros, tres mil polvos...

            Hay libros maravillosos, perfectos, únicos e irrepetibles, pensé, y otros no tanto, medio flojos, incluso definitivamente malos; libros de los cuales esperabas otra cosa y que te terminaron decepcionando, así como hay otros por los que no dabas dos pesos y que al final te volaron la cabeza, igual que los polvos. Libros y polvos hermosos, dulces, tiernos, para mimar, para querer, para acariciar mucho; de esos que te embriagan con su aroma y su calorcito, que te acunan, te

enamoran y que no podés dejar por nada del mundo.

            Libros y polvos también feroces, terribles, violentos, que te salvan la vida –o te la destrozan– y que nunca vas a poder olvidar; libros y polvos que te transfiguran, que no podés creer, y que en ese momento son todo.

            Todo.

            Yo estaba ahí, con los pies desnudos sobre la arena húmeda, enumerando adjetivos en mi cabeza como si fuera posible hablar de la intensidad de una sensación o definir con precisión las formas a través de las cuales se manifiesta el amor.

            Después me levanté y volví al hotel. No podía más.

            Al final todo se trata siempre del amor.

            Todo, siempre.

***

Patricio Rago nació en 1982. Se formó como lector en las librerías de calle Corrientes y en los puestos de Parque Centenario y Rivadavia. Vivió en Roma, Berlín y Barcelona. Fue jugador de hockey profesional, obrero metalúrgico y de la construcción, barman, pintor, cadete, jardinero, repositor de supermercado, mozo, galerista, intérprete simultáneo y profesor de inglés. Colaboró con varias revistas y publicó las novelas Una tumba en el aire (Editorial Somnis, Barcelona, 2010), Silenzio (Edizioni Dalla Costa, Bérgamo, 2014) y Ejemplares únicos (Bajo La Luna, Buenos Aires, 2019). Es librero en Aristipo Libros, una pequeña libería de usados especializados en literatura, filosofía y ciencias sociales.

 

 


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